El propósito de nuestra existencia es buscar la felicidad.

Esta afirmación parece dictada por el sentido común, y muchos pensado­res occidentales han estado de acuerdo con ella, desde Aristóteles hasta William James. Pero ¿acaso una vida basada en la búsqueda de la felicidad personal no es, por naturaleza, egoísta e incluso poco juiciosa? no necesariamente. De hecho, muchas investigaciones han de­mostrado que son las personas desdichadas las que tienden a estar más centradas en sí mismas; son a menudo retraídas, melancólicas e inclu­so propensas a la enemistad. Las personas felices, por el contrario, son generalmente más sociables, flexibles y creativas, más capaces de to­lerar las frustraciones cotidianas y, lo que es más importante, son más cariñosas y compasivas que las personas desdichadas.

Los investigadores han realizado algunos experimentos interesan­tes que demuestran que las personas felices poseen una voluntad de acercamiento y ayuda con respecto a los demás. Han podido, por ejem­plo, inducir un estado de ánimo alegre en un individuo organizando una situación por la que éste encontraba dinero en una cabina telefó­nica. Uno de los experimentadores, totalmente desconocido para el sujeto, pasaba aliado de él y simulaba un pequeño accidente dejando caer los periódicos que llevaba. Los investigadores deseaban saber si el sujeto se detendría para ayudar al extraño. En otra situación, se ele­vaba el estado de ánimo de los sujetos mediante la audición de una comedia musical y luego se les acercaba alguien para pedirles dinero. Los investigadores descubrieron que las personas que se sentían feli­ces eran más amables, en contraste con un grupo de control de individuos a los que se les presentaba la misma oportunidad de ayudar, pero cuyo estado de ánimo no había sido estimulado.

Aunque esta clase de experimentos contradicen la noción de que la búsqueda y el alcance de la felicidad personal conducen al egoísmo y al ensimismamiento, todos podemos llevar a cabo un experimento de esta índole con resultados similares. Supongamos, por ejemplo, que nos encontramos en un atasco de tráfico. Después de veinte minutos de espera, los vehículos empiezan a moverse con lentitud. Vemos en­tonces a otro coche que nos hace señales para que le permitamos en­trar en nuestro carril y situarse delante de nosotros. Si nos sentimos de buen humor, lo más probable es que frenemos y le cedamos el paso. Pero si nos sentimos irritados, nuestra respuesta consiste en acelerar y ocupar rápidamente el hueco. (Yo llevo tanta prisa como los demás.) Empezamos, pues, con la premisa básica de que el propósito de nuestra vida consiste en buscar la felicidad. Es una visión de ella como un objetivo real, hacia cuya consecución podemos dar pasos positi­vos. Al empezar a identificar los factores que conducen a una vida más feliz, aprenderemos que la búsqueda de la felicidad produce be­neficios, no sólo para el individuo, sino también para la familia de éste y para el conjunto de la sociedad.

Las fuentes de la felicidad.

la felicidad está determinada más por el estado mental que por los acontecimien­tos externos. El éxito puede dar como resultado una sensación tempo­ral de regocijo, o la tragedia puede arrojamos a un período de depresión, pero nuestro estado de ánimo tiende a recuperar tarde o temprano un cierto tono normal. Los psicólogos llaman «adaptación» a este pro­ceso, y todos podemos observar cómo actúa en nuestra vida cotidia­na: un aumento de sueldo, un coche nuevo o el reconocimiento por parte de nuestros semejantes pueden levantar nuestro ánimo durante un tiempo, pero no tardamos en regresar a nuestro nivel habitual. Del mismo modo, la discusión con un amigo, el tener que dejar el coche en el taller o algún contratiempo nos deja abatidos, pero nos volve­mos a animar en cuestión de días.

Pero, aunque la dotación genética tuviera un papel en la felicidad cuya importancia aún no se ha establecido, la mayoría de los psicó­logos están de acuerdo en que, al margen de ella, podemos trabajar con el «factor mental» e intensificar las sensaciones que tenemos de felicidad. Ello se debe a que nuestra felicidad cotidiana está determi­nada en buena medida por nuestra perspectiva. De hecho, que nos sintamos felices o desdichados en un momento determinado frecuentemente tiene que ver sobre todo con la forma de percibir nues­tra situación, con lo satisfechos que nos sintamos con lo que tene­mos actualmente.

La mente que compara.

¿Qué define nuestra percepción y nivel de satisfacción? Esas sen­saciones están fuertemente influidas por nuestra tendencia a compa­rar. Al comparar nuestra situación actual con nuestro pasado y des­cubrir que estamos mejor, nos sentimos felices. Eso sucede cuando nuestros ingresos saltan, por ejemplo, de 20.000 a 30.000 dólares anuales; pero no es la cantidad absoluta lo que nos hace felices, como descubrimos en cuanto nos acostumbramos a los nuevos ingresos y ci­framos nuestra felicidad en la consecución de 40.000 dólares anuales. Miramos también a nuestro alrededor y nos comparamos con los de­más. Por mucho que ganemos, tendemos a sentimos insatisfechos si el vecino está ganando más. Los atletas profesionales se quejan de ga­nar sólo uno, dos o tres millones de dólares cuando se citan los ingre­sos superiores de un compañero de equipo. Esta tendencia parece apoyar la definición de H. L. Mencken de un hombre rico: alguien que gana cien dólares más que el marido de su cuñada.

Vemos, pues, que nuestros sentimientos de satisfacción dependen a menudo de tales comparaciones. Naturalmente, también las estable­cemos respecto a otras cosas. La comparación constante con quienes son más listos, más atractivos y obtienen más triunfos que nosotros tiende a alimentar la envidia, la frustración y la infelicidad.

Pero también podemos utilizar esta actitud de una forma positiva; es posible in­tensificar nuestra sensación de satisfacción vital paragonándonos con aquellos que son menos afortunados y apreciando lo que poseemos. Los investigadores han llevado a cabo una serie de experimentos que demuestran que el nivel de satisfacción vital se eleva al cambiar simplemente la perspectiva y considerar situaciones peores. Durante un estudio se mostró a mujeres de la Universidad de Wisconsin, en Milwaukee, imágenes de las condiciones de vida extremadamente du­ras reinantes en dicha ciudad a principios de siglo, o se les pidió que imaginaran y escribieran sobre hipotéticas tragedias personales, como resultar quemadas o desfiguradas. Después de esto, se pidió a las mujeres que calificaran la calidad de sus vidas.

Aunque es posible alcanzar la felicidad, ésta no es algo simple. Existen muchos niveles.
cuatro factores de la realización o felicidad: riqueza, satis­facción mundana, espiritualidad e iluminación. Juntos, abarcan la totalidad de las expectativas de felicidad de un individuo.
Dejemos de lado por un momento las más altas aspiraciones reli­giosas o espirituales, como la perfección y la iluminación, y abordemos la alegría y la felicidad tal como las entendemos desde una perspectiva mundana. Dentro de este contexto, hay ciertos elementos clave que contribuyen a la alegría y la felicidad. La buena salud, por ejemplo, se considera un elemento necesario de una vida feliz. Otra fuente de fe­licidad son nuestras posesiones materiales o el grado de riqueza que acumulamos. Y también tener amistades o compañeros. Todos recono­cemos que, para disfrutar de una vida plena, necesitamos de un círculo de amigos con los que podamos relacionamos emocionalmente y en los que podamos confiar.

Todos estos factores son, de hecho, fuentes de felicidad. Pero para que un individuo pueda utilizarlos plenamente con el propósito de dis­frutar de una vida feliz y realizada, la clave se encuentra en el estado de ánimo. Es lo esencial.
Si utilizamos de forma positiva nuestras circunstancias favora­bles, como la riqueza o la buena salud, éstas. pueden transformarse en factores que contribuyan a alcanzar. una vida más feliz.

Todo esto muestra la tremenda influencia que tiene el estado men­tal sobre nuestra experiencia cotidiana. Por tanto, debemos tomamos ese factor muy seriamente.
Así pues, dejando aparte la perspectiva de la práctica espiritual, incluso en los términos mundanos del disfrute de la existencia, cuan­to mayor sea el nivel de calma de nuestra mente, tanto mayor será nuestra capacidad para disfrutar de una vida feliz.

Así pues, creo que estos deseos excesivos conducen a la avaricia, basada en expectativas desmesuradas. Y al reflexionar sobre los ex­cesos de la avaricia, descubrirás que conduce al individuo a la frus­tración y la desilusión, que le acarrea confusión y numerosos proble­mas. Cuando se habla de la avaricia, una cosa bastante característica de ella es que, aunque se llega por el deseo de obtener algo, no quedas satisfecho al obtenerlo. En consecuencia, se transforma en algo ilimi­tado y sin fondo, por lo que proliferan las dificultades. Lo irónico de la avaricia es que aun cuando la motivación fundamental es la bús­queda de la satisfacción, no te sientes satisfecho ni siquiera después de conseguir el objeto de tu deseo. El verdadero antídoto de la avaricia es el contento.

Si vives contento, la consecución de bienes pierde im­portancia. Ya hemos visto que trabajar en nuestra perspectiva mental es un medio más efectivo para alcanzar la felicidad que buscarla en fuentes externas, como la riqueza, la posición y hasta la salud.

Recuperar nuestro estado innato de felicidad.

Si analizamos la existencia, vemos que estamos fundamental­mente alentados por el afecto de los demás. Eso es algo que se inicia ya en el momento de nacer. Nuestro primer acto después de nacer es mamar de nuestra madre, o de alguna otra mujer. Hay en ello afecto y compasión. Sin eso no podríamos sobrevivir, está claro. Y esa acción no puede realizarse a menos que exista un sentimiento mutuo de afec­to. El niño, si no nota sentimientos de afecto, si no tiene vinculación con la persona que le da la leche, es posible que rechace el alimento. y si no hay afecto por parte de la madre o de alguna otra persona, es posible que no se le ofrezca libremente la leche. Así es la vida. Ésa es la realidad.

Nuestra propia estructura física parece corresponderse con los sentimientos de amor y compasión. Un estado mental sereno y afec­tuoso tiene efectos beneficiosos para nuestra salud. Y, a la inversa, los sentimientos de frustración, temor, agitación y cólera pueden ser destructivos para ella.

También observamos que nuestro equilibrio emocional se robus­tece gracias a los sentimientos de afecto. Para comprenderlo sólo tene­mos que pensar en cómo nos sentimos cuando otros nos manifiestan calor y afecto. También podemos observar cómo nos afectan nuestros sentimientos. Estas emociones positivas y los comportamientos que las acompañan conducen a una vida familiar y social más feliz.

Creo que podemos inferir de ello que nuestra naturaleza funda­mental es la bondad y el amor. Por tanto, nada tiene más sentido que intentar vivir en concordancia con esta naturaleza.

Valores espirituales básicos.

El arte de la felicidad: tiene muchos componentes. Como hemos visto, empieza con la comprensión de cuáles son las verdaderas fuentes de ella, así como por establecer nuestras prioridades en la vida, que han de basarse en el cultivo de dichas fuentes. Supone aplicar una disciplina interna, un proceso gradual de desarraigo de nuestros esta­dos mentales destructivos para sustituirlos por los positivos y cons­tructivos, como la amabilidad, la tolerancia y el perdón. Al identificar los factores que conducen a una vida plena y satisfactoria, concluimos con un análisis del componente final: la espiritualidad.

Puede haber dos niveles de espiritualidad. Uno tiene que ver con nuestras convicciones religiosas. En este mundo hay muchas personas diferentes, muchas actitudes diferentes. Somos cinco mil millones de seres humanos y, en cierto modo, creo que necesitamos cinco mil mi­llones de religiones, tanta es la variedad de actitudes que encontramos. Estoy convencido de que cada individuo debería embarcarse en el camino espiritual más adecuado a su disposición mental, su incli­nación natural, temperamento, convicciones o antecedentes familia­res y culturales.

Todas las religiones pueden aportar una contribución efectiva al beneficio de la humanidad. Todas han sido diseñadas para que la per­sona sea más feliz y para que el mundo sea un lugar mejor.

Estoy convencido de que se puede cultivar un profundo respeto por todas las confesiones religiosas. Una de las razones es que todas ellas aportan una estructura ética capaz de guiar el comportamiento y producir efectos positivos.

A menudo hemos oído que todos los seres humanos somos igua­les. Queremos decir con ello que todo el mundo tiene el evidente de­seo de alcanzar la felicidad. Toda persona tiene derecho a ser feliz. y toda persona tiene derecho a superar el sufrimiento. Por lo tanto, si alguien saca felicidad o beneficio de una confesión religiosa, es nece­sario respetar sus derechos; tenemos que aprender, pues, a respetar to­das esas grandes tradiciones religiosas.

El derecho a la felicidad.

Creo que el propósito fundamental de nuestra vida es bus­car la felicidad. Tanto si se tienen creencias religiosas como si no, si se cree en talo cual religión, todos buscamos algo mejor en la vida. Así pues, creo que el movimiento primordial de nuestra vida nos encamina en pos de la felicidad.


Con estas palabras, pronunciadas ante numeroso público en Arizona, el Dalai Lama abordó el núcleo de su mensaje. Pero la afirma­ción de que el propósito de la vida es la felicidad me planteó una cuestión. Más tarde, cuando nos hallábamos a solas, le pregunté:

Es usted feliz.

Sí me contestó y, tras una pausa, añadió: sí..., definitiva­mente. Había sinceridad en su voz, de eso no cabía duda, una sinceridad que se reflejaba en su expresión y en sus ojos. -pero ¿es la felicidad un objetivo razonable para la mayoría de nosotros? -pregunté-. ¿Es realmente posible alcanzarla? -sí. Estoy convencido de que se puede alcanzar la felicidad me­diante el entrenamiento de la mente. Desde un nivel humano básico, he considerado la felicidad como un objetivo alcanzable, pero como psiquiatra me he sentido obligado por observaciones como la de Freud: «uno se siente inclinado a pensar que la pretensión de que el hombre sea "feliz" no está incluida en el plan de la “creación”. Este tipo de formación había lleva­do a muchos psiquiatras a la tremenda conclusión de que lo máximo que cabía esperar era la transformación de la desdicha histérica en la infelicidad común.

Desde ese punto de vista la afirmación de que existía un camino claramente definido que conducía a la felicidad parecía bastante radical. Al contemplar retrospectivamente mis años de formación psiquiátrica, apenas recordaba haber escuchado mencionar la palabra felicidad, ni siquiera como objetivo terapéutico. Naturalmente, se habla mucho de aliviar los síntomas de depresión o ansiedad del paciente, de resolver los conflictos internos o los pro­blemas de relación, pero nunca con el objetivo expreso de alcanzar la felicidad.

El concepto de felicidad, siempre ha parecido estar mal definido en occidente, siempre ha sido elusivo e inasible. (Feliz), en inglés, deri­va de la palabra islandesa happ, que significa suerte o azar. Al parecer, este punto de vista sobre la naturaleza misteriosa de la felicidad está muy extendido., en los momentos de alegría que trae la vida, la felici­dad parece llovida del cielo. Para mi mente occidental, no se trataba de algo que se pueda desarrollar y mantener dedicándose simple­mente a «formar la mente.

Al plantear esta objeción, el Dalai Lama se apresuró a explicar: -al decir «entrenamiento de la mente» en este contexto no me estoy refiriendo a la «mente» simplemente como una capacidad cog­nitiva o intelecto. Utilizo el término más bien en el sentido de la pala­bra tibetana sem, que tiene un significado mucho más amplio más cercano al de «psique» o «espíritu», y que incluye intelecto y sentimiento, corazón y cerebro. Al imponer una cierta disciplina interna podemos experimentar una transformación de nuestra actitud de toda nuestra perspectiva y nuestro enfoque de la vida.

Hablar de esta disciplina interna supone señalar muchos factores y quizá también tengamos que referirnos a muchos métodos. Pero, en términos generales, uno empieza por identificar aquellos factores que conducen a la felicidad y los que conducen al sufrimiento. Una vez hecho eso, es necesario eliminar gradualmente los factores que lle­van al sufrimiento mediante el cultivo de los que llevan a la felicidad. Ése es el camino.
El Dalai Lama afirma haber alcanzado un cierto grado de felicidad personal. Durante la semana que pasó en Arizona observé que la felicidad personal se manifiesta en él como una sencilla voluntad de abrirse a los demás, de crear un clima de afinidad y buena voluntad, incluso en los encuentros de breve duración.

El camino hacia la felicidad.

El hecho de señalar el estado mental como el factor fundamental para alcanzar la felicidad no significa negar que debemos satisfacer nuestras necesidades físicas básicas de alimentación, vestidlo y cobijo. Pero, una vez satisfechas esas necesidades, el mensaje es claro: no ne­cesitamos más dinero, ni más éxito o fama, no necesitamos tener un cuerpo perfecto ni una pareja perfecta... en este momento tenemos ya una mente con todo lo imprescindible para alcanzar la completa felicidad.

Así pues, el primer paso en la búsqueda de la felicidad es apren­der. Primero tenemos que aprender cómo las emociones y los com­portamientos negativos son nocivos y cómo son útiles las emociones positivas. Tenemos que darnos cuenta de que dichas emociones no sólo son malas para cada uno de nosotros, personalmente, sino tam­bién para la sociedad y el futuro del mundo. Saberlo fortalece nuestra determinación de afrontarlas y superarlas. Por otra parte, debemos ser conscientes de los efectos beneficiosos de las emociones y compor­tamientos positivos; ello nos llevará a cultivar, desarrollar y aumen­tar esas emociones, por difícil que sea: tenemos una fuerza interior espontánea. A través de este proceso de aprendizaje, del análisis de pensamientos y emociones, desarrollamos gradualmente la firme de­terminación de cambiar, con la certidumbre de que tenemos en nues­tras manos el secreto de nuestra felicidad, de nuestro futuro, y de que no debemos desperdiciarlo.

En el budismo se acepta el principio de causalidad como una ley natural. Al tratar con la realidad, hay que tener en cuenta esa ley. Así, por ejemplo, en el campo de las experiencias cotidianas, si se produ­cen ciertos acontecimientos indeseables, el mejor método para ase­gurarse de que no vuelvan a ocurrir es procurar que no se repitan las condiciones que los producen. De modo similar, si quieres tener una experiencia determinada, lo más lógico es buscar y acumular aque­llas causas y condiciones que la favorecen.

Sucede lo mismo con los estados y las experiencias mentales. Si se desea la felicidad, se deberían buscar las causas que en otras oca­siones la han producido, y si no se desea el sufrimiento, debería pro­curarse que no vuelvan a presentarse las causas y condiciones que dieron lugar al mismo. Es muy importante aprender a apreciar este principio.

Hemos hablado de la importancia suprema del factor mental para alcanzar la felicidad. Nuestra siguiente tarea, por tanto, consiste en examinar la variedad de estados mentales que experimentamos. Ne­cesitamos identificarlos con claridad y clasificarlos en función de que nos conduzcan o no a la felicidad.

En cualquier caso, creo que cultivar los estados mentales positivos, como la amabilidad y la compasión, conduce decididamente a una mejor salud psicológica y a la felicidad.

Disciplina mental.

Mientras él hablaba, encontré algo muy atractivo en su enfoque para alcanzar la felicidad. Era absolutamente práctico y racional: ha­bía que identificar y cultivar los estados mentales positivos, así como identificar y eliminar los estados mentales negativos. Aunque inicial­mente me pareció un tanto seca esta sugerencia de analizar sistemáti­camente la variedad de estados mentales que experimentamos des­pués, me dejé arrastrar por la fuerza lógica de su razonamiento. Me gustó el hecho de que, en lugar de clasificar estados mentales, emociones o deseos con arreglo a juicios morales externos como La avaricia. es un pecado, o El odio es maligno, clasificara las emociones simplemente sobre la base de si conducen o no a la felicidad última.

A medida que pasa el tiempo, se van acumulando los cambios positivos. Cada día, al levantarte, puedes desarrollar una sincera mo­tivación positiva al pensar: "Utilizaré este día de una forma más po­sitiva. No desperdiciaré este día". Luego, por la noche, antes de acos­tarte, analiza lo que has hecho y pregúntate: "¿Utilicé este día como lo tenía previsto?". Si todo se desarrolló tal como lo habías pensado, deberías alegrarte por ello. Si alguna cosa salió mal, lamenta lo que hiciste y examínalo críticamente. Gracias a métodos como éste, pue­des ir fortaleciendo los aspectos positivos de la mente.

Disciplina ética.

En un análisis posterior relacionado con el entrenamiento de la mente para la felicidad, el Dalai Lama señaló:

Creo que el comportamiento ético es otra característica de la cla­se de disciplina interna que conduce a una existencia más feliz. A eso podríamos llamarlo disciplina ética.
Al hablar de disciplina, me estoy refiriendo a autodisciplina, no a la que se nos impone externamente. También me refiero a la disci­plina aplicada para superar los rasgos negativos. Una banda criminal puede necesitar disciplina para cometer un atraco con éxito, pero esa disciplina es inútil.

Pero lo que me preocupa es su definición de comportamiento ne­gativo que conduce al sufrimiento. Y su premisa de que todos los se­res desean, naturalmente, evitar el sufrimiento y alcanzar la felicidad, que ese deseo es innato y no tiene que ser aprendido. sí es natural que deseemos evitar el sufrimien­to, ¿por qué no sentimos espontánea y naturalmente más repulsión hacia los comportamientos negativos a medida que nos hacemos ma­yores? Y si es natural el deseo de alcanzar la felicidad, ¿por qué no nos sentimos espontánea y naturalmente atraídos hacia los comporta­mientos sanos y llegamos así a ser más felices a medida que progresa nuestra vida? Si estos comportamientos sanos conducen a la felicidad y lo que deseamos es alcanzarla, ¿no debería ser ése un proceso natu­ral? ¿Por qué necesitamos tanta educación, entrenamiento y discipli­na para que se produzca?