Recuperar nuestro estado innato de felicidad.

Si analizamos la existencia, vemos que estamos fundamental­mente alentados por el afecto de los demás. Eso es algo que se inicia ya en el momento de nacer. Nuestro primer acto después de nacer es mamar de nuestra madre, o de alguna otra mujer. Hay en ello afecto y compasión. Sin eso no podríamos sobrevivir, está claro. Y esa acción no puede realizarse a menos que exista un sentimiento mutuo de afec­to. El niño, si no nota sentimientos de afecto, si no tiene vinculación con la persona que le da la leche, es posible que rechace el alimento. y si no hay afecto por parte de la madre o de alguna otra persona, es posible que no se le ofrezca libremente la leche. Así es la vida. Ésa es la realidad.

Nuestra propia estructura física parece corresponderse con los sentimientos de amor y compasión. Un estado mental sereno y afec­tuoso tiene efectos beneficiosos para nuestra salud. Y, a la inversa, los sentimientos de frustración, temor, agitación y cólera pueden ser destructivos para ella.

También observamos que nuestro equilibrio emocional se robus­tece gracias a los sentimientos de afecto. Para comprenderlo sólo tene­mos que pensar en cómo nos sentimos cuando otros nos manifiestan calor y afecto. También podemos observar cómo nos afectan nuestros sentimientos. Estas emociones positivas y los comportamientos que las acompañan conducen a una vida familiar y social más feliz.

Creo que podemos inferir de ello que nuestra naturaleza funda­mental es la bondad y el amor. Por tanto, nada tiene más sentido que intentar vivir en concordancia con esta naturaleza.

Valores espirituales básicos.

El arte de la felicidad: tiene muchos componentes. Como hemos visto, empieza con la comprensión de cuáles son las verdaderas fuentes de ella, así como por establecer nuestras prioridades en la vida, que han de basarse en el cultivo de dichas fuentes. Supone aplicar una disciplina interna, un proceso gradual de desarraigo de nuestros esta­dos mentales destructivos para sustituirlos por los positivos y cons­tructivos, como la amabilidad, la tolerancia y el perdón. Al identificar los factores que conducen a una vida plena y satisfactoria, concluimos con un análisis del componente final: la espiritualidad.

Puede haber dos niveles de espiritualidad. Uno tiene que ver con nuestras convicciones religiosas. En este mundo hay muchas personas diferentes, muchas actitudes diferentes. Somos cinco mil millones de seres humanos y, en cierto modo, creo que necesitamos cinco mil mi­llones de religiones, tanta es la variedad de actitudes que encontramos. Estoy convencido de que cada individuo debería embarcarse en el camino espiritual más adecuado a su disposición mental, su incli­nación natural, temperamento, convicciones o antecedentes familia­res y culturales.

Todas las religiones pueden aportar una contribución efectiva al beneficio de la humanidad. Todas han sido diseñadas para que la per­sona sea más feliz y para que el mundo sea un lugar mejor.

Estoy convencido de que se puede cultivar un profundo respeto por todas las confesiones religiosas. Una de las razones es que todas ellas aportan una estructura ética capaz de guiar el comportamiento y producir efectos positivos.

A menudo hemos oído que todos los seres humanos somos igua­les. Queremos decir con ello que todo el mundo tiene el evidente de­seo de alcanzar la felicidad. Toda persona tiene derecho a ser feliz. y toda persona tiene derecho a superar el sufrimiento. Por lo tanto, si alguien saca felicidad o beneficio de una confesión religiosa, es nece­sario respetar sus derechos; tenemos que aprender, pues, a respetar to­das esas grandes tradiciones religiosas.